MARTES, 25 ENERO 2011
Julia Evelyn Martínez (*)
SAN SALVADOR - A raíz de una reciente carta que dirigí a mis compañeras feministas salvadoreñas en este periódico, he recibido una serie de mensajes – en especial de remitentes del sexo masculino- en los que me recomiendan explicar a neófitos y neófitas en la teoría feminista, algunos términos utilizados en dicha carta, como por ejemplo: patriarcado, relaciones de poder patriarcal, feminismo, entre otros. Es así como abusando de la generosidad editorial de CONTRAPUNTO, me he permitido redactar esta columna para referirme con más detalle al término patriarcado y a su significado, con lo cual espero hacer una humilde contribución al proceso de conocimiento de este sistema, como una condición indispensable para el derrocamiento del mismo.
El patriarcado es una forma de organización política, económica, religiosa, ideológica y social basada en la idea de la autoridad y superioridad de lo masculino sobre lo femenino, que da lugar al predominio de los hombres sobre las mujeres, el marido sobre la esposa, del padre sobre la madres y los hijos e hijas, y de la descendencia paterna sobre la materna. La superioridad de lo masculino sobre lo femenino se expresa en las diversas normas, costumbres e instituciones que regulan la vida de de las personas en las sociedades organizadas bajo el esquema cultural del patriarcado.
Tomemos por ejemplo las normas del idioma español, que son conocidas y defendidas por muchos y muchas como “las normas del buen decir”.
De acuerdo a la Real Academia de la Lengua (RAE) define huérfano como “ una persona de menor edad a quien se le han muerto el padre y la madre o uno de los dos, especialmente el padre”. Si el lenguaje es el reflejo la cultura de una sociedad, en el sistema patriarcal, es más huérfano un niño o una niña a la que se le ha muerto su padre, que la niña o niño al se le ha muerto su madre. El padre es superior en importancia a la madre. La definición de la RAE de femenino y masculino es otro ejemplo del carácter patriarcal del idioma. De acuerdo a la RAE, lo femenino es “propio de la mujer; que posee rasgos propios de la feminidad; débil, endeble”; mientras que lo masculino es “perteneciente o relativo a este ser; varonil, enérgico”.
Contrario a lo que generalmente se cree, el patriarcado no es tan antiguo como la humanidad. Estudios antropológicos e históricos coinciden en señalar que la aparición del sistema patriarcal ocurrió entre los años 5,000 a 3,000 A. de C. Inicialmente en Mesopotamia, China, Egipto y otros territorios de África.
Su nacimiento coincide con el aparecimiento de las sociedades excedentarias (productoras de excedentes económicos más allá de la subsistencia), hecho que permitió a su vez el surgimiento de la propiedad privada) y la necesidad de expansión territorial y de control de otras sociedades que pudieran ser fuente de medios para la producción de riqueza (como esclavos/as, recursos naturales, etc.).
En la etapa previa al surgimiento del patriarcado existía ya una división social del trabajo entre hombres y mujeres, conocida como división sexual del trabajo. El trabajo social- entonces como ahora – estaba constituido por dos tipos de actividades: producción de las condiciones necesarias para el mantenimiento de la vida humana (trabajo del cuidado o trabajo reproductivo) y producción de medios materiales para la satisfacción de necesidades de la supervivencia humana, mediante la pesca, caza, elaboración de herramientas, etc. (trabajo productivo).
También contrario a lo que comúnmente se cree, esta división del trabajo no fue natural sino el resultado de un acuerdo o pacto entre hombres y mujeres, que se transformó en costumbre social. La función de las mujeres en la reproducción humana (gestación y lactancia) representó el factor determinante en la conformación de esta división social del trabajo, debido a la mayor especialización en las actividades del cuidado que podían lograr las mujeres mediante su acercamiento primario con la prole.
Sin embargo, esto no significó que las mujeres fueran consideradas inferiores dentro de estas sociedades. Por el contrario, en las sociedades de subsistencia, la reproducción y el mantenimiento de la vida eran considerados por las personas como dones preciosos, y lo femenino estaba ligado simbólicamente a estos dones. Tener una vagina en lugar de un pene no era considerado una causa de inferioridad sino de proximidad con lo sobrenatural y lo divino. Las deidades eran fundamentalmente femeninas ( Ishtar en Babilonia, Isis en Egipto, Gaia en Grecia, Asherah en Israel), las mujeres participaban en los rituales religiosos y comunitarios, la descendencia se definía por línea materna y en muchas ocasiones los hombres abandonaban a sus familias y comunidades para incorporase a las de las mujeres.
Ahora bien , es preciso aclarar que estas sociedades tampoco eran matriarcales, es decir, no se trataba de sociedades en donde lo femenino subordinaba a lo masculino, ni tampoco sociedades en las que las mujeres gobernaban y/o ejercían violencia contra los hombres. Eran más bien de sociedades relativamente igualitarias en donde hombres y mujeres se complementaban en la búsqueda de resolver el problema económico fundamental: la subsistencia.
En el transcurso del tiempo y con advenimiento de las sociedades excedentarias apareció también la necesidad de acumulación de riquezas y de transmisión de la herencia entre generaciones. Los hombres al haberse especializado en la producción de la riqueza material en la etapa anterior, asumieron unilateralmente el control de la propiedad y de la distribución de la misma. En este proceso, se utilizó la división sexual del trabajo pre-existente como el nuevo marcador de la identidad y del poder de mujeres y hombres dentro de la sociedad.
La esfera del cuidado y de la reproducción pasó a ser considerada “menos importante” , y como un mundo femenino por naturaleza . Como contrapartida, el ámbito de lo productivo no solo pasó a ser considerado “más importante” sino que se configuró socialmente como un espacio por excelencia masculino. Como resultado, se institucionalizo mediante la costumbre, la religión, la violencia y la ley la superioridad de los hombres sobre las mujeres.
El proceso de institucionalización del patriarcado comenzó con las invasiones de comunidades de subsistencia y con las violaciones masivas de sus mujeres, como un ritual de humillación y de sometimiento simbólico de los pueblos a sus invasores. A continuación se procedió a la imposición de dioses masculinos – con características bélicas y violentas - en sustitución de las deidades femeninas: Ishtar fue reemplazada por Marduk; Gaia fue derrocada por Zeus; Isis fue sustituida por Horus y Asherah lo fue por Yavé. Las nuevas religiones incorporaron en sus mitos fundacionales la idea de la inferioridad de las mujeres y la justificación de la aplicación de la violencia sobre ellas. Tanto en la mitología griega como en las tradiciones judeocristianas, que van a tener una influencia enorme en nuestra cultura, se insistió en los rasgos de superioridad del hombre, a la vez que se reforzó sistemáticamente la idea de inferioridad, maldad y dependencia de las mujeres.
El patriarcado se afianzó posteriormente con la instauración de leyes y códigos inspirados en las ideas de la nueva mitología religiosa y con el objetivo de convertir en normas jurídicas estas ideas. Una de las primeras leyes de este sistema fue la Ley del Velo, instituida aproximadamente en el año 1,500 A. de C., y que fue sancionada para legitimar el poder de los hombres sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres, De acuerdo a esta ley, estaban obligadas a usar velo todas aquellas mujeres que le servían sexualmente a un solo hombre con fines de procreación, a quienes en adelante se les denominó “mujeres respetables”. Estas mujeres para mantener su estatus de respetabilidad, (y no ser victimas de violencia sexual de otros hombres) estaban forzadas a mantener la fidelidad al hombre al que servían sexualmente y a proporcionarle una descendencia legítima y numerosa.
La institucionalización del patriarcado finalmente se operativizó mediante el establecimiento de la familia patriarcal (poligámica o monogámica) orientada al control de la sexualidad y de la función reproductora de las mujeres para asegura hijos legítimos a los cuales traspasar el patrimonio familiar. La subordinación femenina quedo así consolidada.
¿Cómo se ha sostenido desde ese entonces a la fecha el patriarcado?. Como cualquier sistema social, económico ó político, su reproducción ha sido posible mediante el uso combinado de mecanismos coercitivos (uso de la violencia) y de mecanismos no coercitivos (proceso de socialización de género).
La violencia de género es aquella que sufren las mujeres “por el hecho de ser mujeres”. Esto significa que es una violencia diseñada y dirigida contra las mujeres con el objetivo de provocarles daño, sufrimiento o muerte a partir de su condición de subordinación frente al poder masculino. No es cualquier tipo de violencia, sino que su esencia se define a partir de su motivación principal: reproducir el estatus de subordinación de las mujeres al poder masculino ya sea en el ámbito privado o en el ámbito público. Un hombre que golpea, tortura y/o mata a su pareja no lo hace por enojo, celos o stress. Lo hace para humillarla y someterla a su dominio. Y al someterla y humillarla, implícitamente le manda un mensaje de advertencia a todas las mujeres del mundo.
Por su parte el proceso de socialización de género es el proceso mediante el cual la sociedad enseña a sus miembros a ser y a comportarse de acuerdo a las normas establecidas por el patriarcado: los niños desde su nacimiento son entrenados para sentirse superiores a las mujeres, para agredir a las mujeres, para reprimir su ternura y su capacidad de sentir y de amar. Las niñas en cambio son entrenadas para poner su vida en función de agradar (o entretener), obedecer, criar hijos y a ser buenas esposas así como para sufrir y para resignarse ante la violencia de género. Este entrenamiento para la desigualdad de derechos, es realizada por diversas instituciones (familia, escuela, iglesias, medios de comunicación, Estado) y persigue un gran objetivo: hacer que parezca natural la desigualdad, la discriminación y la violencia contra las mujeres.
Se acusa muchas veces a las mujeres de ser las principales “cómplices” del patriarcado e incluso se les tilda de ser las “mayores machistas”. Esta acusación pierde sentido cuando se comprende que la supuesta colaboración de las mujeres con el patriarcado no es una opción voluntariamente aceptada sino una imposición del proceso de socialización de género del cual han sido objeto desde su nacimiento. Las mujeres son entrenadas por diversos medios para someterse al patriarcado y para a promover la sumisión de las demás mujeres (especialmente de las niñas y de las jóvenes).
En el contexto de la socialización de género, las mujeres aprenden sin saberlo el uso de unas mejores “armas secretas” que ha perfeccionado este sistema: la enemistad entre mujeres. Esta enemistad impide a las mujeres darse cuenta de su hermandad en la desigualdad, en la discriminación y en la violencia de género, y en consecuencia las mantiene en un estado de alienación que les impide la unificación de intereses y de luchas contra su enemigo común.
¿Hasta cuándo existirá el patriarcado? ¿Estamos cerca o lejos de su fin? Es difícil adelantar una respuesta definitiva a estas preguntas. No obstante, existen al menos tres posibles hipótesis al respecto.
Por ejemplo, Manuel Castell en su libro “La sociedad de la información” sostiene que aun cuando el patriarcado sigue siendo la estructura básica de las sociedades contemporáneas, está irremediablemente condenado a su fin debido al advenimiento de la sociedad de la información dentro del capitalismo, y advierte que en este ocaso se provocará mayor violencia y odio contra las mujeres, tal como estaría ocurriendo en la actualidad.
Por su parte, otras autoras ( como Heidi Hartmann) sugieren que el fin del patriarcado dependerá del fin del capitalismo, ya que en este sistema económico el patriarcado ha encontrado un aliado estratégico en la medida que la acumulación de capital no solo se acomoda y se aprovecha de la estructura social del patriarcado (menores salarios para las mujeres, carga del trabajo del cuidado no remunerado de las mujeres, etc. ) sino que adicionalmente contribuye a su reproducción mediante la fraternidad interclasista que promueve entre explotadores y explotados (y entre la izquierda y la derecha) para el mantenimiento de la supremacía masculina. En consecuencia, el fin del patriarcado demorará tanto como demore el fin del capitalismo.
Una tercera hipótesis en este debate expresa que el fin del patriarcado no se relaciona con el ciclo de vida del capitalismo, en la medida que su existencia es anterior al surgimiento de este sistema económico en el siglo XVII y a que el patriarcado ha demostrado su capacidad de sobrevivir al capitalismo, tal como lo evidencia la experiencia del socialismo del siglo XX ( y probablemente la del socialismo del siglo XXI). El fin del patriarcado tendría como premisa el logro de una triple autonomía de las mujeres: autonomía económica, autonomía política y sobre todo, la autonomía del cuerpo.
En conclusión, el patriarcado no es una categoría de análisis (como sí lo es la categoría Género) es más bien una realidad vigente que condena a la desigualdad, a la discriminación y a la violencia a más del 50% de la población. En consecuencia su existencia no depende de si nos gusta o nos disgusta este término, sino de si están o no vigentes las condiciones y los procesos sociales, políticos, económicos, jurídicos e ideológicos a partir de los cuales se institucionaliza y se reproduce la discriminación y la violencia contra las mujeres.
Luchar contra el patriarcado (NO CONTRA LOS HOMBRES ni contra las mujeres que lo defienden) e instaurar un sistema en donde exista IGUALDAD REAL entre hombres es el signo que caracteriza la lucha de las feministas, y es precisamente lo que nos distancia de oportunistas de toda especie y/o variedad que utilizan el discurso de género como un modus vivendi para asegura sus fines personales o como un modus operandi para darle al patriarcado “un rostro más humano” para sus fines de dominación política.
(*) Feminista y columnista de ContraPunto
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