Sergio Sinay
El único que no registra la presencia del agua ni recapacita sobre ella, es el pez, porque la habita. Esto decía el filósofo canadiense de las comunicaciones Marshall McLuhan (quien anticipó la globalización hace cuatro décadas). Como los peces, también a los humanos se nos escapan evidencias de la pecera social que habitamos. Y seguimos nadando en un agua contaminada de paradigmas que no cuestionamos.
En la segunda semana de febrero, un ambientalista entrerriano se lamentaba, en La Nación, de que las posiciones de los gobiernos argentino y uruguayo en el caso de las papeleras que podrían contaminar el río Uruguay habían llegado al punto en el que “cada uno está tratando de demostrar quién es más macho”. Por esos días, un informe de la Defensoría del Pueblo de la Nación señalaba que en la Argentina (campeona del mundo también en esto) mueren 10.351 personas al año en accidentes de tránsito y el 75% de ellas son varones. Mientras tanto, los testimonios alrededor del caso Malvino pintaban una escena en la que un grupo de jóvenes de manos pesadas (entrenadas en rituales boxísticos exclusivos para jóvenes varones) había dejado constancia de su “coraje viril” asesinando a golpes, y en desproporción numérica, a otro muchacho. En paralelo con todo esto, se ve lejano (aunque sólo pasaron cuatro meses) aquel tiempo de campaña política en la que el candidato oficialista de la Capital se entusiasmaba ante un auditorio de “jóvenes K” afirmando que “el Presidente hace lo que hace porque tiene h…”. Y cada lunes leemos suplementos deportivos que ya son también policiales, en los que se da cuenta de cómo las barras bravas exhiben violencia y destructividad para demostrar quién tiene más aguante, más atributos de macho.
Basta con asomarse un instante afuera de la pecera, observar nuestros hábitos, códigos y costumbres, seguir la trama de los hechos cotidianos (los públicos y privados, los anónimos y los que son noticia) para ver cómo nuestra cultura está teñida por un paradigma de valores masculinos distorsionados. Disociados de la naturaleza masculina auténtica, de su energía esencial y profunda, nacen de mandatos y construcciones culturales, de género. Según éstos, son masculinas la fuerza, la capacidad de decisión, la acción, el aguante, la agresividad, la racionalidad, la verticalidad, la certeza. Y son femeninas la pasividad, la receptividad, la piedad, la afectividad, la intuición, la compasión., la horizontalidad, la duda. En espacios como la política, los negocios, el deporte, la economía, la ciencia, la tecnología predominan los primeros atributos. Se valoran y enfatizan Los segundos se reservan a las áreas domésticas, familiares, más privadas. Y aún ahí se inmiscuye la impronta de lo masculino. Esto hay que decirlo, pues con cierto voluntarismo, con buenos deseos, con mejores intenciones, con desorientación entre lo idealizado y lo real, y hasta con triunfalismo se suele decir que aquellos modelos tradicionales y machistas (y sus consecuencias) han cambiado.
No es así. Se modificaron, sí, los discursos, y, por obra del marketing, también el estuche de la masculinidad. En este siglo es políticamente incorrecto manifestarse abiertamente con los códigos de un hombre de Neandertal. Pero un discurso cambia con mayor velocidad y facilidad que una actitud (la mayoría de los políticos locales puedan dar cátedra sobre esto). Debajo de los ropajes de una masculinidad supuestamente más ligera, posmoderna, vestida por modas superficiales, inconsistentes y fugaces como la metrosexualidad, la ubersexualidad o la vitalsexualidad (todas supuestas manifestaciones de un “hombre nuevo”), lo que de veras rige es el paradigma de la masculinidad tradicional.
Más allá de los fundamentalismos religiosos, étnicos, geográficos que se invocan, las guerras actuales son decididas por hombres, de acuerdo con códigos machistas. Los que matan en esas guerras son hombres. Los comandantes de esas guerras (llámense Bin Laden, Bush, Al-Zahawiri, Sharon, Rumsfeld o como se llamen, incluso Condoleeza Rice) responden al estereotipo del héroe machista. Impiadoso, depredador, para quien la vida en general (y la del adversario en particular) no tiene valor. Héroes que no crean vida, la arrasan, que confunden paz con debilidad. Estos códigos también prevalecen (más allá de ciertas propuestas de “nueva administración”) en el mundo de la economía y los negocios. En una excelente película que hace pocos meses pasó por los cines sin pena ni gloria (En buena compañía, de Paul Weitz, con Dennis Quaid, Scarlett Johanson y Topher Grace), un joven ejecutivo corporativo, para conseguir el cargo al que aspira, promete a su jefe: “Iré por ese mercado y lo conquistaré sin tomar prisioneros, eliminaré a todos los enemigos”. Los negocios se hacen como guerras, con estrategias, targets, grupos de tareas y hasta trabajos de inteligencia en filas enemigas. Y sin compasión. El que duda, el que se conmueve pone en duda su aptitud para la actividad, o acaso su “masculinidad”. El fútbol adquirió un nivel de violencia inédito. Un director técnico recientemente despedido defendió a uno de sus jugadores más bruscos diciendo que “no es una carmelita descalza, pero éste no es un juego de chicas”. Y los futbolistas prometen ganar el próximo encuentro “sea como sea”. Los autos se conducen como atributos de sometimiento. No se maneja, se compite, el otro automovilista es un adversario. Ceder el paso, frenar, respetar normas es, otra vez, feminizarse. Se trata de ver quién lo tiene más rápido (al auto), más potente, más grande. Se conduce a lo macho y así se muere y se mata en calles y rutas. En las internas políticas (la del peronismo es el ejemplo más acabado), las palabras y códigos de sus protagonistas exacerban ese modelo tóxico en el que sólo vale ser el macho alfa. .
Vivimos, trabajamos, nos vinculamos en una sociedad en la que prevalecen códigos que nos generan insatisfacción, desencuentro, incomunicación, altos costos sociales, ambientales y económicos, poca sensación de trascendencia, nula noción de sentido existencial. Solemos vincularlo con diferentes causas (sociales, individuales, culturales, privadas). Muchas de ellas son ciertas. ¿Pero no sería interesante preguntarse cuánto tienen que ver, además, estos valores “viriles”, este desprecio por la “femenina debilidad” del respeto, la empatía, la paciencia, el consenso, la comprensión, la aceptación? Esto nos conduciría, a diferencia de los peces de McLuhan, a cuestionar el color, el sabor, la contaminación del agua en que nadamos. Porque ni esta masculinidad es la natural, ni este paradigma es el único posible.
Jesús, Ghandi, Buda, Luther King, Nelson Mandela, el Dalai Lama, Moisés, Miguel Angel, por nombrar sólo algunos ejemplos, encarnan otra versión de la masculinidad. Nutricia, empática, compasiva, comprensiva, solidaria, fraternal, sin despreciar por ello el coraje espiritual, la justeza, la firmeza, el compromiso, la rectitud y, por sobre todo, el amor. Ninguno de estos hombres (y otros tantos anónimos, cotidianos, contemporáneos) perdieron un rasgo de su identidad de género por haber desplegado los atributos que acabo de enumerar. Hombres de este perfil rompen, en verdad, la trampa de los géneros y demuestran que todos los atributos humanos (esos que la cultura encasilla luego en los paquetes “femenino” y “masculino”) son ni más ni menos que eso, humanos, no tienen sexo ni género. Y que ejercidos por un hombre o por una mujer ofrecen la riqueza de la diversidad y el milagro de la comunidad. Acaso, para salir del actual paradigma social machista, debamos mirar y recordar a otros hombres. Y a las mujeres que, natural y equitativamente, tienen tanto para enriquecer el agua en la que nace y se desarrolla nuestra vida.
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