En defensa de la masculinidad
Por: Lydia Cacho - febrero 9 de 2012 - 0:02
Cacho en Sinembargo - 17 comentarios
El pequeño de ocho años estaba sentado frente a mi,
pellizcando las puntas de sus dedos y alternaba esa acción ansiosa rascándose
la cabeza. Le ofrecí que me preguntara lo que quisiera, había que establecer un
vínculo de franquezas. Su pregunta fue si yo podría conseguirle una arma “como
esas que usan los sicarios”. La quería para ir practicando, convencido de que
una vez que tuviera la fuerza suficiente podría ir en busca de su padre, el
agresor que intentó matar a su madre.
Tito no tiene otra respuesta a la violencia que experimentó
y presenció desde su nacimiento hasta cumplir la edad en que se considera a sí
mismo un “niño mayor, listo y que no es marica porque sabe defenderse”. Para
él, ser marica es lo más parecido a ser como su madre, es decir, desde su
mirada infantil la mujer es débil, sumisa, tonta, porque “permitía” que el
marido la mantuviera amenazada de muerte y con un maltrato psicológico que
supera cualquier golpe. Y aunque el pequeño confiesa que la ama y la protegerá
siempre, su miedo más profundo, casi descrito como terror, es convertirse en
algo parecido a la mujer que le dio vida, que le procuró cariños y alimentos,
que le contaba cuentos lindos por las noches para ahuyentar el miedo al ruido
de la puerta cuando el padre volvía de noche.
Con apenas ocho años, Tito está convencido de que ser hombre
es, necesariamente, ser violento y que hay que obtener poder a toda costa,
porque, según sus palabras, “este mundo no es para cobardes”; una frase que
escuchó en una película a la cual su padre lo llevó. En ella todos mataban,
asegura, y la única manera de seguir vivo, concluye, es sabiendo que podrás
matar a tu enemigo.
Dibuja en una hoja blanca. Elige la crayola negra y todo lo
que vierte es caótico, informe; aprieta el puño para sostener el instrumento
con que se desahoga, le pregunto qué dibuja. Sin mirarme, responde que nada. Lo
miro en silencio, en pleno día su noche se derrama sin forma, sabe nombrar su
ira, pero no su dolor ni su miedo. Porque él, como miles de niños maltratados,
han aprendido a fuerza de malos tratos y de malos ejemplos de héroes masculinos
que ser hombre es duro, que para soportar esa dureza hay que ser fuerte, negar
el dolor y las emociones y construir herramientas mentales de negación que les
permitan subsistir en su vida adulta.
Ser hombre para estos pequeños significa pasarse la vida
huyendo de la debilidad, de las emociones, de eso que ellos conectan desde su
mirada y su experiencia vital como lo femenino. Aman a su madre por ser dulce y
cuidarlos, la odian por ser débil y por no ser como un hombre. Admiran y aman a
su padre porque es proveedor y les acompaña en rituales como ver futbol; lo
odian por ejercer violencias de diversos tipos, por hacerles sentir inseguros y
abandonados.
Resguardados en albergues del Estado, en “casas filtros” del
DIF, en hospicios de todo tipo, los hombres pequeñitos reciben terapias, pero
casi nunca se les entregan las herramientas para mirar, entender y construir
una masculinidad que no sea violenta. Una masculinidad que no sea maltratadora,
abusiva del poder, sexista. Y aprenden a admirar a hombres que los maltratan,
que violentan a las mujeres de su entorno, que pagan por sexo como un ritual de
poder en que son sujetos y ellas objetos.
Los niños aman en contradicción profunda e incomprensible al
actor principal de sus pesadillas. Al que puede ser su único modelo a seguir.
Aman a los padres que los abandonaron emocional o incluso
físicamente y buscan siempre argumentos que la cultura y la sociedad les
facilitan para justificarlos. Porque se quedó viudo, porque no tenía trabajo,
porque el alcohol le hace daño, porque le hacen enojar y su violencia es
siempre culpa de los otros. Todo a su alrededor, o casi todo, desde el cine,
las caricaturas y el discurso social confabula para convencer a los niños de
que la única manera de sobrevivir a un mundo abusivo, corrupto, violento, es
sometiéndose al culto de la masculinidad. Como si sólo hubiera ese mundo.
Casi todas las bandas criminales juveniles del mundo tienen
ritos iniciáticos de violación; ritos de masculinidad que nada tienen que ver
con el sexo y mucho con el abuso del poder y el dominio del cuerpo de las
mujeres. Miles se unen a bandas con la esperanza de ser aceptados para huir del
mundo de los débiles, el mundo de la vulnerabilidad.
Basta ver los miles de soldados jóvenes que vuelven de la
guerra con traumas inmensos, forzados, como dice la periodista Gloria Steinem,
a ejercer violencia en contra de su voluntad, de lo que les dicta su
conciencia, pero lo hacen porque se los ordenan los generales. Y lo mismo
sucede con los bullies más poderosos de escuelas que luego de ejercer violencia
psicológica incitan a los más débiles en la cadena a lastimar a otros.
Millones de niños pasan la infancia sin saber que hay otra
forma de ser hombre que no es esa en que, para ser aceptado en el mundo de los
masculino, hay que humillar, golpear, maltratar, corromper y mentir. Un mundo
que los hipersexualiza venerando a sus genitales, desconectados de sus
emociones eróticas y amorosas, y como resultado, ellos hipersexualizan a las
mujeres como objeto y no como sujeto de su deseo.
Estos niños merecen más que un hospicio, más que sólo
alejarlos de los agresores, merecen terapias con una perspectiva de
masculinidad igualitaria. Merecen la posibilidad de hacerles ver cómo se
construyen los roles de género injustos en que unas sirven y otros comen, en
que unos parrandean y otras cuidan bebés, en que unos son sujetos y otras
objetos. Steinem asegura que en las sociedades más igualitarias los roles de
género, es decir, lo que “es femenino” y lo que “es masculino” no están
polarizados, sino fluyen.
Por eso las políticas públicas con perspectiva de género no
funcionan, porque se cree que decir perspectiva de género es decir mujeres. Y
sí, el trabajo con mujeres y niñas es indispensable, pero si no fluye
paralelamente con el de los niños y hombres, la igualdad nunca llegará. Tito
debería de saber desde niño que puede ser poeta, escritor o bailarín (en lugar
de ser sicario) que sin importar el oficio o profesión que elija no dejará de
ser un ser humano único, que simplemente nació en un cuerpo de hombre, y que
ser hombre puede ser una experiencia maravillosa, llena de gozo, de afectos, de
capacidad para crear armonía social y personal. Necesita otro tipo de héroes cotidianos,
de hombres congruentes que donen parte de su tiempo libre, como hacen miles de
mujeres, para romper el círculo vicioso de la violencia machista.
@lydiacachosi
FUENTE: http://www.sinembargo.mx/opinion/09-02-2012/4825
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