Lo que no tiene nombre
Por Diana Maffía.
Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género Universidad de Buenos Aires
En esta ponencia me propongo reflexionar sobre lo difícil del intento de conciliar el respeto por la diversidad de identidades (sexuales y otras) y a la vez mantener la capacidad de acción colectiva. El propio movimiento feminista transitó el proyecto de hegemonizar una definición de lo femenino que fuera universalisable y permitiera a las dirigentes hablar en nombre de todas las mujeres; y fueron las propias mujeres las que renegaron de ser dichas por otras en su experiencia diversa. En particular, las mujeres negras pobres no se sentían reflejadas en las definiciones académicas de lo femenino construidas por mujeres blancas ilustradas.
El problema es más hondo que la arrogancia de un grupo de pretender representar a todas. El problema es que como seres humanos vivimos atrapadas entre la singularidad de la existencia y la universalidad del lenguaje. Cualquiera sea el modo en que el lenguaje nos refiera, siempre lo hará bajo la forma de condiciones universales que pueden ser o no cumplidas por nosotras, pero que nunca agotarán la descripción lo suficiente como para alcanzarnos en toda nuestra complejidad. Podremos decir que somos varones o mujeres o travestis o transgénero o blancas o negras o indígenas o pobres o ricas o prostitutas o monjas o Caamaño o científicas o jóvenes o viejas o bellas, pero siempre habrá algo más que no está dicho. La única excepción es nuestro nombre propio, o los demostrativos, que parecen abarcarnos íntegramente pero que sólo apuntan hacia nosotras sin decir nada acerca de quiénes somos. O nos presentamos desnudas bajo un nombre, o percibimos los innumerables ropajes de palabras pero no llegamos a tocarnos nosotras mismas bajo ellas.
Este tema puede parecer muy abstracto, pero se une al hecho de que cada grupo al constituirse, sobre todo al constituirse como sujeto político, genera una identidad y una alteridad; y como criterio de demarcación entre el nosotras y el ellas genera una regla. No cumplir con la regla de la identidad significa ser expulsado al espacio de lo otro, de la desviación. Fuera del orden del sujeto sólo está lo abyecto, lo que yace fuera. Muchas veces, en nuestras luchas por la identidad de género, procedemos con reglas que ponen límites y expulsan para separar lo que somos de lo que no somos.
Durante siglos, la definición del sujeto relevante no fue hecha por las propias comunidades sino que fue un resorte de poder de quienes desde la teología, la ciencia y el derecho pusieron las reglas que recortaban el estrecho círculo de la ciudadanía. Un círculo que establecían los sujetos hegemónicos alrededor de sí mismos, dejando fuera a todas las mujeres pero también a muchas masculinidades subalternizadas. Un círculo androcéntrico.
Reforzándose mutuamente, los criterios de pertenencia ponían las condiciones normativas del sujeto moral (teología), el sujeto epistémico (ciencia) y el sujeto de ciudadanía (derecho). Ninguna de las expulsadas por esta normativa participaba en la definición de las reglas. Las negras, las indígenas y las mujeres estaban explícitamente expulsados de esta posibilidad de participación. Al resultado lo llamaron objetividad, y se negaron a admitir que los aspectos subjetivos contaminaran la universalidad de sus prescripciones. La democracia liberal pudo así mantener a la vez la retórica universal de los derechos ciudadanos y la expulsión de la mayoría en el ejercicio efectivo de tales derechos.
A diferencia de la objetividad, lo subjetivo en la modernidad entraba en el orden de lo peligroso, lo que debía dominarse por idiosincrático y pasional.
La sexualidad hegemónica cumpliría los principios lógicos de identidad (un varón es un varón; una mujer es una mujer) no contradicción (un varón es no-mujer; una mujer es no-varón) y tercero excluido (se es varón o mujer, no hay tercera posibilidad). Estos principios, señalados por Aristóteles hace 2500 años, eran a la vez principios lógicos (del orden del pensamiento) y ontológicos (del orden de la realidad). Es decir, no eran una manera de interpretar rígidamente el mundo, sino que pretendían ser la expresión de la estructura básica de la realidad. Y así el sujeto que había producido esta fórmula androcéntrica de interpretar el mundo podía desaparecer sin dejar rastros.
A pesar de que la modernidad declama romper con el dogma aristotélico para fundar un nuevo orden basado en la naturaleza, en la razón y la experiencia, y para eso inventa el método experimental en las ciencias, el resultado de sus conjeturas será otorgarle privilegios al mismo sujeto que en la antigüedad había concentrado el monopolio de la libertad. Diferencia en las razones, equivalencia en los hechos: todas las mujeres y aquellos varones que no daban las condiciones hegemónicas fueron expulsadas del “nosotros” pretendidamente universal de los derechos y la ciudadanía.
Es precisamente por eso que me resulta inquietante cuando en nuestros movimientos pretendidamente emancipatorios repetimos esta trampa semántica de producir exigencias para la pertenencia a un colectivo que ignore o niegue la participación de quienes quedan excluidos de la definición. Una definición autocomplaciente, que nos permite quedarnos con la universalidad retórica del lenguaje sin distribuir equitativamente las oportunidades sociales. Se definen arbitrariamente las reglas para participar del club, a la medida de quienes precisamente son responsables de su definición, y luego se invoca la necesidad de las reglas para expulsar a quienes no encajan en la presunta objetividad de su aplicación.
Para completar este efecto policial del lenguaje hegemónico, la alteridad no se considerará meramente otra categoría: la desviación, la abyección, se considerarán cualidades ontológicas, modos de ser de los sujetos excluidas (lo que de paso justifica su exclusión). Y se recomendará exorcizarlas, redimirlas, perseguirlas, encerrarlas, penalizarlas, someterlas a terapias cruentas por su propio bien. Un bien en cuya definición tampoco participan. Porque (dirá el sujeto androcéntrico) nadie mejor que nosotros -que manejamos la ciencia, la teología y el derecho- sabe lo que necesitan ellas. Las tendremos entonces bajo tutela hasta que escarmienten o reconozcan la verdadera identidad humana, o al menos la imiten, para evitarnos la permanente interpelación a nuestra mascarada de sustituir el universal diverso de la experiencia humana por el universal hegemónico de nuestra reducida experiencia.
Todas deberíamos poder tener con respecto a nuestro cuerpo la particular y excepcional experiencia del cuerpo vivido, del cuerpo que nos ubica en una perspectiva absolutamente única y singular en el mundo, o mejor dicho construye el mundo a nuestro alrededor. El cuerpo de las otras es sólo un cuerpo físico, no podemos experimentarlo, es un cuerpo en tercera persona. Sólo cada una puede tener una vivencia en primera persona de su propio cuerpo, experimentarlo como una misma. Esto abre un abismo entre un cuerpo y otro, abismo que tratamos de suturar con el lenguaje. Decir lo que sentimos y experimentamos, escuchar sensiblemente lo que otras sienten y experimentan, establecer una analogía entre mis propias experiencias y el modo de decirlas, y lo que escucho decir de las experiencias del/a otra, son los primeros pasos en la construcción no sólo de una comunidad sino también de un mundo compartido (que puede ser visto de muchas maneras, desde muchas perspectivas singulares, y sin embargo seguir siendo un mundo común).
Cuando algunas sujetas se encuentran en una situación de opresión, de violencia simbólica, carecen de autoridad perceptiva sobre sus propias experiencias y adoptan sobre ellas las descripciones en tercera persona de la cultura dominante. Aceptan definirse no como el singular sujeto que son, sino como un sujeto desviado. La violencia opera como un descentramiento de la propia experiencia. De los seres humanos sexualmente monstruosos se ocupó la teratología, de la sexualidad humana la ginecología y la obstetricia, del deseo el psicoanálisis y la psiquiatría, transformando el vínculo con los cuerpos en un vínculo mediado por el lenguaje médico y custodiado por el derecho. Así, muchas nos vinculamos con nuestros cuerpos como cuerpos imperfectos, como cuerpos fuera de patrón, como cuerpos que sufrimos en lugar de ser y que sin embargo se rebelan y no consiguen encajar en el deber. Entonces nos dejamos rotular como desviados.
La desviación, lejos de ser una cualidad ontológica que rige la naturaleza y el comportamiento de las personas, es el efecto de una interacción simbólica, el efecto de un etiquetamiento. La cualidad de desviado referida a los comportamientos de los individuos (el salir y entrar en el orden de las perversiones, por ejemplo) puede entenderse si se lo refiere a reglas o a valores históricamente determinados, que en cada momento y lugar definen ciertas clases de comportamientos y de sujetos como anormales y, por lo tanto, sirven para etiquetar a personas y actitudes concretas.
Estos procesos de definición y de etiquetamiento, a su vez, ponen en acción procesos de reacción social que influyen de manera estable sobre el estatus y la identidad social de los individuos. Si se piensa por ejemplo en la evolución de la consideración social de la homosexualidad en el último cuarto de siglo, pueden verse cambios en el reconocimiento político de los derechos a la sexualidad, a pesar de la persistente discriminación, cambios que no se deben a modificaciones en los sujetos sino en las reacciones sociales a la clasificación de alguien como homosexual.
Los procesos de definición y de reacción social son en general acompañados por una desigual distribución del poder, tanto el poder de definir como el de reaccionar a la definición. A algunas sujetas sólo les queda ser rotuladas y vivir la marginalidad del etiquetamiento. La ciencia, el derecho, la teología en un contexto de relaciones sociales de inequidad y conflicto, se transforman en el corset de las identidades. Las dimensiones de la definición y el poder se desarrollan en el mismo nivel y se condicionan entre sí.
Esto significa que los procesos subjetivos de definición en la sociedad, se vinculan a la estructura material objetiva de la propia sociedad, contribuyendo esta estructura a la producción material e ideológica, a la legitimación de las relaciones sociales de desigualdad. La ciencia, el derecho y la teología reflejan la realidad social en sus jerarquías de poder, y colaboran en su reproducción y justificación, en una relación compleja entre elementos materiales y simbólicos.
Esta no es una escala simple, muy por el contrario, porque cada sujeto pertenece a géneros, clases, edades y etnias diferentes que pueden combinarse unas con otras de diversas formas. Tanto los grupos aventajados como los desaventajados se fragmentan, y así podemos pertenecer a la vez a varios colectivos. Si logramos una noción sobre el género subjetivo mucho más flexible, que no esté establecida por factores biológicos, psicológicos o sociales ligados al cuerpo, habremos logrado un avance simbólico significativo pero nos enfrentaremos entonces al dilema práctico del reconocimiento. Y ese dilema práctico tiene que ver con la capacidad de actuar colectivamente por reivindicaciones en común.
En los años recientes del activismo queer, al igual que el feminismo en décadas pasadas, hemos visto fragmentarse las reglas de pertenencia y las demandas de reconocimiento de identidades que cada vez van adquiriendo el poder de decirse a sí mismas en sus propios términos, pero también usan el poder de excluir como otras a quienes no cumplen las reglas de admisión en sus colectivos. La capacidad de agencia común, de lucha conjunta en una sociedad todavía hostil con las diversas manifestaciones de una sexualidad que continúa siendo peligrosa, se pone así en riesgo. Pasamos de sujetas a desatadas, desatadas del ancla de la corporalidad como fundamento biológico de la diferencia, pero entonces también del fácil reconocimiento y la adscripción a una identidad sexual.
Cuando en 1998 comencé mi función como Defensora del Pueblo en la Ciudad de Buenos Aires, en el área de Derechos Humanos y Equidad de Género, hacía años ya que la democracia había visto crecer un movimiento gay-lésbico de reivindicación de derechos que había logrado incluir la no discriminación por sexualidad en la Constitución de la Ciudad, así como avances significativos en la consideración social. Persistía sin embargo el problema de que las lesbianas tenían menor protagonismo en el movimiento y estaban en general subordinadas dentro de las propias organizaciones, repitiendo patrones sociales de subordinación de las mujeres.
Por esa fecha las travestis hacían su ingreso como sujeto de demandas ciudadanas, con la negativa a admitir una zona roja para prostitución, y denunciando la persecución y explotación policial. Las organizadoras de las Marchas del Orgullo deliberaban sobre incluirlas o no entre las convocantes, porque las travestis acaparaban las cámaras de televisión con sus vestimentas llamativas y su glamour, restando eficacia política a los discursos.
Cuando dejé la función, en diciembre de 2003, el movimiento GL se había transformado en gay, lésbico, travesti, transexual, bisexual, intersexual y transgénero (GLTTBIT). Estoy segura que hoy se incorporan otras categorías, así como se hacen distinciones dentro de cada una de ellas (travestis que no se implantan siliconas para modificar su cuerpo, frente a las que sí lo hacen; lesbianas que se masculinizan en su expresión de género, frente a las que no lo hacen, etc.). Cada una de estas expresiones nace como un grito de libertad, la libertad de decirse a sí misma en lugar de ser dicha, la libertad de adquirir autoridad sobre el propio cuerpo, y la singular experiencia desde el cuerpo de un mundo que nos pertenece por igual, y desde allí la demanda política de inclusión ciudadana.
Pero esa fragmentación también nos desafía para actuar juntas. Quizás el pánico de retroceder como movimiento nos enfrenta hoy con la paradoja de que en el feminismo se discuta si se aceptarán o no travestis y personas trans que se definan como mujeres para participar en los Encuentros Feministas. Como si alguien en el feminismo tuviera la regla falométrica de los cuerpos o las subjetividades aceptables; o lo que es peor, como si fuera deseable tenerla. La discusión retrocede hacia el más crudo biologicismo, el que nos dijo a las feministas cómo ser mujeres y del que tantos sufrimientos y sujeciones derivaron. Quizás se exija un tacto vaginal para pertenecer al movimiento feminista, o quizás un análisis de cromosomas, porque ¿dónde reside la “verdad” sobre los sexos y los géneros?
La verdad no es sólo una relación entre el lenguaje y el mundo. Un enunciado no es verdadero sólo por virtud del modo en que refleja un estado de cosas. La verdad, como el lenguaje, dependen de los frágiles sujetos que intentamos tocar la realidad sin poder acaso salir de nuestras mentes. Alcanzar al otro, a la otra, a las otras en cuyas experiencias no podemos intervenir, con cuyos cuerpos sólo podemos tener la externalidad de cualquier otro objeto del universo, pero con quien desesperadamente intentamos comunicarnos. Admitir que lo que otras y otras perciben y construyen con sus interpretaciones sobre nosotras también es una parte de nuestra identidad. Una parte, además, a la que sólo tendremos acceso si nos abrimos a ellas en una comunicación humana de mutua comprensión.
Me resulta difícil clasificar lo singular, las historias que he escuchado y que la mayoría de las veces son de sufrimiento. Les pondré nombres propios ficticios y desafío a que me digan cómo hacer una taxonomía de los sexos que no discipline el placer y no produzca padecimiento innecesario por pura ideología.
Daniel nace con cuerpo de mujer pero su subjetividad de género es de varón. En la adolescencia conoce una chica dispuesta a convivir con él. Con el tiempo su cuerpo se le hace insoportable y decide operarse. En Argentina la operación está prohibida, entonces viaja a Chile donde un cirujano lo acepta como paciente. Le hace comprar prótesis testiculares y se las implanta como primera parte de la operación. Completar la operación con una faloplastia requiere más dinero del que Daniel tiene. Entonces el cirujano lo manda de nuevo a Argentina sin completar la intervención. Ahora Daniel tiene testículos y genitales de mujer.
Sara y María son una pareja lesbiana. María quiere practicar sexo sádico con su compañera, porque sostiene que a las mujeres se las obliga a ser buenas y pasivas y tienen derecho a experimentar la crueldad y la violencia tal como la ejercen los varones. Sara se queja por esa forma de violencia que considera arbitraria e irracional y quiere recurrir al servicio de atención de mujeres golpeadas del gobierno. Pero en el servicio de atención de violencia le dicen que sólo atienden mujeres golpeadas por varones. No consideran la posibilidad de una victimaria mujer, sólo se hacen cargo de las mujeres como víctimas.
Estela es travesti de varón a mujer desde la adolescencia, y ha llegado a construir su identidad con mucha dignidad y fortaleza. Vio morir a muchas de sus amigas travestis por torturas policiales, por SIDA, por operaciones estéticas hechas de cualquier modo con siliconas industriales, y otras mil causas absurdas. Pero ella llegó a la edad adulta con mucha entereza, estudia y trabaja en ambientes donde le reconocen su identidad y está rodeada de afecto. Un día una hemorragia la lleva al hospital donde le dicen que debe hacerse un análisis de próstata. La próstata, los análisis correspondientes, son tan lejanos a la subjetividad de Estela como lo serían a la mía. Nunca se preparó mentalmente para tener enfermedades de varón.
Lucía, otra travesti, conoce en una reunión de activistas a una militante lesbiana y se siente atraída por ella. Me pregunta: la relación de una travesti y una lesbiana ¿es homosexual o heterosexual? Lucía había transformado su cuerpo poniéndose pechos, afinándose la mandíbula, esculpiéndose los glúteos y los muslos para tornarlos femeninos, y había mantenido con orgullo su genitalidad de varón, pero temía transgredir alguna regla del deseo.
Néstor, un intersexual al que desde su nacimiento operaron innumerables veces para transformar su cuerpo en el de una mujer que pudiera tener lo que los cirujanos llaman un “coito normal”, desarrolla desde su adolescencia una identidad de género de varón, y quiere que se le reconozca esa identidad masculina sin hacerlo pasar nuevamente por las cruentas operaciones que significaría una nueva adaptación de su cuerpo a la presunta sexualidad dominante de la penetración.
Escuché estas historias como Defensora del Pueblo. Para mitigar los sufrimientos de estas personas debía recurrir a las definiciones arbitrarias y excluyentes de la ciencia y la justicia, hechas según sus parámetros muchas veces fundados en el dogma religioso. Las etiquetas preceden y reemplazan a la escucha y pretenden transformar una biografía en una categoría, en estos casos fuera de casta. La inadecuación entre las condiciones de aplicación del concepto y el cuerpo, se considera un problema del cuerpo: se lo aparta, se lo margina, se lo excluye de la condición de ciudadanía, se lo enajena de la posibilidad de ejercicio de sus derechos.
Para contrarrestar esta abyección debemos romper ese etiquetamiento y ese círculo de justificaciones de la subjetividad hegemónica. La opresión no es sólo una cuestión de género, pero no podemos omitir la consideración del género de cualquier movimiento emancipatorio. Si al construir este movimiento repetimos el ritual de la exclusión, creo que hemos aprendido muy poco.
Porque el otro, la otra, las otras y quizás cada una de nosotras mismas por virtud del inconciente, somos ese abismo insondable de lo que nunca terminamos de conocer, de lo que nunca concluye por definirse, aquello que no revela su fondo y no puede encerrarse en palabras, lo que no tiene nombre.
Recopilación:
Lic.Jorge Horacio Raíces Montero
Psicólogo Clínico
infopsicologia@ciudad.com.ar
Coordinador Departamento Académico de Docencia e Investigación
CHA
www.cha.org.ar
informacion@cha.org.ar
Miembro Consultor de OII
Organización Internacional Intersexuales
FUENTE: http://www.cubanuestra.nu/web/article.asp?artID=16608
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