Segunda Parte
La mañana del día de la violación Magaly salió para comprar
algo en la tienda. Era miércoles. Un grupo de pandilleros se le acercó, la
rodearon y le dijeron que se preparara, que en la tarde la llamarían. Ese coro
de voces infanto-adolescentes, casi todas conocidas, algunas de compañeros de
aula, representaba la máxima autoridad en la colonia, el Barrio 18, y ella
mejor que nadie sabía que, escuchada la sentencia, poco o nada se podía hacer.
En las horas siguientes actuó como un condenado a muerte que asume con
resignación su condición.
Magaly es una joven bien parecida. Salvo por su estatura
–apenas supera el metro y medio–, está en las antípodas del estereotipo de una
mujer salvadoreña. Su piel es lechosa; su cara, de facciones angulosas, con una
nariz respingona pero bien conjuntada con su rostro; el pelo lo tiene oscuro,
largo y liso, y le cubre una cicatriz en el cuero cabelludo del tamaño de un
centavo, que le dejó un ácido que la cayó de niña. Está muy delgada, apenas
supera las 90 libras, y no es para nada voluptuosa. La primera vez que la vi
fue a mediados de marzo de 2010, durante una actividad del Ministerio de
Educación que me llevó a Ilopango. Tenía que amarrar un contacto en la zona
para el seguimiento, y ella fue la elegida. Nunca sospeché que esa joven menuda
y dicharachera tuviera 19 años, condicionado quizá por el hecho de que
estábamos en una escuela en la que solo se estudia hasta noveno grado.
La tarde del día de la violación Magaly llegó a esa escuela,
como todos los días. Lo hizo poco antes de la 1 acompañada por Vanessa, su
hermana pequeña. Se despidieron y cada quien entró en su aula. Hablando estaba
con una amiga cuando un compañero de clases –un pandillero– se le acercó para
entregarle un celular. Te llaman, le dijo.
—Ajá, ¿con que vos sos la puta que nos puso el dedo?
–preguntó una voz sonora y amenazante–. Mirá, pues ahorita los homeboys se
quieren dar el taco.
—¿Conmigo? ¿Y por qué?
— No te hagás la maje, que bien sabés. Vos los pateaste
cuando se llevaron a la morrita aquella. Ellos te van a decir...
—Pero no tengo nada que hablar con ellos.
No dudó de que se trataba de la persona que desde la cárcel
lleva palabra sobre los pandilleros de su colonia, de su escuela, pero se
atrevió a interrumpir la llamada. El teléfono volvió a sonar de nuevo.
—¡No me volvás a colgar, peeeerra! Vos sabés lo que te va a
pasar si no...
—Fíjese, pero yo no tengo nada que ver con ustedes –consumió
Magaly su último suspiro de valentía–, así que deje de molestarme.
—Es que aquí no es lo que vos decís, sino lo que los
homeboys dicen. Ahora mismo vas a ir a donde te lleven y vas a pasar una hora
con cinco de ellos.
—Pero yo no puedo hacer eso, ando con mi hermana pequeña.
—Es que no es lo que vos querrás, es que lo tenés que hacer.
Si no vas, van a ir a sacarte de la escuela.
Y colgó.
Magaly y su hermana Vanessa tienen una relación especial. Se
llevan 10 años, pero es evidente la complicidad cuando están juntas. En una
ocasión Magaly me contó un incidente que tuvo con su pelo. Se lo quería alisar
y, como a falta de dinero lo que toca es improvisar, pidió a Vanessa que usara
una plancha para ropa y una toalla, sentada ella de espaldas a una mesa y con
la cabellera extendida. No midieron bien los tiempos, y el pelo resintió
ligeramente el exceso de calor. Mientras me lo contaba no paraba de reír.
Pese a esta relación, la de Magaly no es el mejor ejemplo de
familia integrada. Cuando la violaron vivía en una casa diminuta con Vanessa,
con Guille –el hermano, de 12 años–, con su madre y con el novio de esta, que
salen al amanecer y regresan al anochecer. Pero cuando le pregunté por cuántos
hermanos tenía, respondió que eran nueve en total, menores la mayoría, de
diferentes padres y repartidos ahora en distintas casas, incluido uno que,
recién nacido, su madre se lo regaló a un hermano, para que lo asentara como
propio, y que ahora vive en Estados Unidos. Es la suerte que hubiese querido
tener yo, me dijo un día Magaly. En otra ocasión le pregunté por su padre
biológico. Creo que vive en San Martín, pero no lo veo, me respondió.
Magaly es casi como una madre para sus dos hermanos menores,
sobre todo para Vanessa, y no parece sentirse incómoda en ese rol. Quizá por
eso, cuando el día de la violación la voz amenazante le ordenó salir de la
escuela, lo primero que hizo fue pensar en ella. No la podía dejar sola.
Salieron las dos de la escuela, y afuera había un grupito de
pandilleros que comenzaron a caminar delante. Al llegar al pasaje donde estaba
la destroyer, la casa que usan como punto de reunión, le dijeron que Vanessa no
podía llegar y, con toda la naturalidad del mundo, le dijeron que la cuidaría
la hermana de uno de los pandilleros. Magaly le dejó su celular, y ahí se
separaron. No tuvo que recorrer mucho más para llegar a la casa. Eran pocos los
pandilleros cuando entró, cuatro o cinco, pero casi todos rostros conocidos,
casi todos más jóvenes, compañeros de la escuela algunos. Le indicaron un cuarto:
“Metete ahí y quitate la ropa, que ya vamos a llegar”.
En la habitación no había nadie, solo un gran XV3 pintado en
la pared y un colchón grande tirado en el suelo, sin sábanas. Ella misma se
desvistió. Se quitó los tenis blancos con dibujitos de calaveras que calzaba,
los calcetines, la blusa verde, la camiseta de algodón, los jeans y el calzón.
Todo lo amontonó en una esquina. Se sentó en el colchón y se acurrucó. Magaly
no es de las que se congrega con asiduidad pero sí es creyente, lee la Biblia con
sus hermanos antes de dormir, y quizá en ese momento pensó en su dios. “Yo
seguido hablo con él, porque sé que me oye y me entiende”, me dijo en otra
ocasión. Al menos esta vez a su dios le valió madre su suerte. Al poco entró el
primero de sus violadores.
* * *
Mauricio Quirós es el nombre que daré a la persona que desde
hace nueve años es el director de la escuela en la que estudiaba Magaly. Me
costó semanas que se sentara a platicar sobre lo que sucedía -sobre lo que aún
sucede- en el centro educativo que dirige; al final aceptó hacerlo sin
grabadora, bajo estricta condición de confidencialidad y en un lugar público y
alejado de Ilopango. Su vida no debe de ser fácil: trabaja en una zona
controlada por el Barrio 18 y vive en una colonia asediada por la Mara
Salvatrucha, a dos rutas de buses de distancia. Sin embargo, cuando se cercioró
de que yo conocía al detalle el caso de Magaly, fue como un libro abierto, como
si con esa plática quisiera de alguna manera compensar su silencio cómplice.
“Siempre me ha gustado tener buena relación con los alumnos,
solo así uno se da cuenta de tantas cosas, pero lo único que uno puede hacer
aquí es callar”, me dijo Mauricio, quien supo de la violación a los pocos días.
Ella dejó de asistir a clases, su profesora de noveno grado lo reportó y,
primero por teléfono y después en el despacho, Magaly le confirmó a Mauricio lo
sucedido. “Es una indignación… saber que le han hecho eso a una joven que he
visto crecer… pero… ¿qué puede hacer uno?”, me dijo. Las respuestas se me
amontonan, quizá porque responder resulta sencillo cuando se desconoce qué
implica vivir bajo el yugo de las pandillas.
El Salvador es un país muy violento: somos poco más de 6
millones de personas y en 2010 hubo 4,000 asesinatos, de los que la Policía Nacional
Civil atribuye al menos la mitad a las maras. Naciones Unidas habla de epidemia
de violencia si en un año se superan los 10 homicidios por cada 100,000
habitantes, siendo 8 el promedio mundial. Marruecos, Noruega y Japón están
abajo de 1; España y Chile, en torno a 2; Argentina y Estados Unidos rondan los
6; y el México de cárteles y narcos se dispara hasta los 18. En El Salvador, la
tasa en 2010 fue de 65.
Pero la violencia que caracteriza a la sociedad salvadoreña
no es solo cuestión de números. El Salvador es un país en el que en las tiendas
te sirven a través de una reja, un país en el que te cachean al entrar en un
banco, un país en el que te disparan por negarte a dar un teléfono celular en
un robo, un país en el que te recomiendan sin rubor que si atropellas a alguien
lo mejor es huir del lugar, un país en el que hay más guardas de seguridad
privados que policías, un país en el que se denuncia solo una fracción de lo
que sucede y se judicializa solo una fracción de lo que se denuncia, un país en
el que los profesores saben que sus alumnas son violadas salvajemente y lo más
que hacen es ayudarlas a pasar el grado.
—Pero usted tiene que conocer a los pandilleros que violaron
a Magaly –le dije a Mauricio.
—Claro, a casi todos, y créame que me repugna cuando los
veo.
Mauricio confirmó la violación de Magaly y me habló de otras
ocurridas antes y después. Todos los maestros saben o intuyen lo que sucede.
Todos callan. Todos temen. En escuelas como la que él dirige, los pandilleros
violan sistemáticamente. La excusa de turno aparece más temprano que tarde. Tampoco
importa si se es gorda, flaca, alta o baja. En el cuadro que me pintó solo se
libran las protegidas del Barrio 18: la hermana de, la novia de, la hija de.
Esto ocurre y ni siquiera es algo que se trata de ocultar. Durante la plática,
me contó que ha visto a pandilleros que en los pasillos o en el patio señalan a
niñas de 9 o 10 años y comentan obscenidades. “Desde el momento en el que van
teniendo curvas, ya puede ser que las violen”, me dijo.
En las reuniones de directores convocadas por el Ministerio
de Educación, Mauricio no reporta nada de esto. En nueve años no ha sabido de
nadie que denuncie lo que él cree que es, con mayor o menor intensidad, algo
habitual en todas las escuelas ubicadas en zonas con fuerte presencia de maras.
Pero tiene su propia teoría para explicar ese silencio: “Cada director tendrá
su escenario, seguro, pero harán lo mismo que yo: callar”.
Continúa...
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