Cuarta Parte
Cayó profundamente dormida. A la mañana siguiente, los
dolores en todo el cuerpo y una leve hemorragia vaginal le confirmaron que no
había sido una pesadilla. En las horas que pasó despierta en la cama, hasta que
su madre y su padrastro se fueron, Magaly se reafirmó en lo que desde el día
anterior era ya una convicción: trataría de sobrellevar esto sola. Tomada la
decisión, y confiada en que los dolores se irían solos, emergieron las tres
preocupaciones principales: un posible embarazo, el sida y la pérdida del año
escolar. La posibilidad de denunciar ni siquiera la consideró. "Yo creo en
un dios que todo lo sabe y todo lo puede, y él tarda pero nunca olvida",
me respondió en una ocasión cuando le pedí un porqué.
De los tres problemas, el de las clases es el que primero se
solucionó. Dejó pasar unos días y, primero por teléfono y luego en persona, Magaly
contó lo sucedido a su maestra y luego al director. Entre los tres improvisaron
una manera de pasar el grado haciendo las tareas en casa, sin asistir a la
escuela donde el encuentro con sus violadores era inevitable, y no solo con los
violadores.
—Mirá –le dijo un compañero una vez que llegó a arreglar su
situación–, dicen que aquellos tuvieron fiesta. ¿Cuándo me va a tocar a mí?
Disipar la duda del VIH tomó más tiempo, pero lo cierto es
que esta posibilidad nunca llegó a atormentarla porque palidecía ante lo que
Magaly consideraba la preocupación mayor: el embarazo. Para poder dimensionar
su aflicción, hay que conocer un poco mejor a su madre. "Yo hace dos años
no existía", me dijo en una ocasión Magaly. Se refería a que hasta poco
antes de cumplir los 18 no estaba asentada en ningún lado, por lo que no tenía
ni partida de nacimiento ni ningún otro documento. Su hermana Vanessa aún está
en esa situación. Para la madre no son cuestiones relevantes, mucho menos para
el padrastro, por quien Magaly siente una profunda animadversión.
Hace más de una década el Estado quitó a la madre la tutela
de sus hijos, y Magaly tuvo que pasar seis oscuros meses en un centro del
Instituto Salvadoreño de Protección al Menor. El último hijo, el noveno, la
madre lo regaló a un hermano para que él lo asentara como propio. Sin embargo,
Magaly siente hacia ella una rara mezcla de respeto, cariño y temor que, para
bien o para mal, ha marcado su manera de ser. "Yo no soy nadie para juzgar
a mi nana", me dijo otra vez. En su casa se vive una férrea dictadura en
la que la única opción para los hijos es obedecer. Bajo ninguna condición se
puede salir después de anochecer, por lo que la adolescencia de Magaly siempre
estuvo carente de fiestas, de bailes, de borracheras, de noviazgos, de vida
social. Una vez le pregunté cuál de sus cumpleaños recordaba más. "El de
los 15 años", respondió. "¿Y cómo fue la fiesta?", insistí.
"¿Cuál fiesta? –dijo–. Si nadie se acordó, por eso nunca se me olvida.
Nadie… ni mi mamá".
En estas circunstancias familiares Magaly hizo frente a las
secuelas de su violación. Primero calló. A los dos días la tuvo que ver una
médica por primera vez, y le detectó una fuerte inflamación en la matriz,
además del sangrado que duraría semanas. Unos antibióticos y para casa. Magaly
comenzó a tomar cualquier cosa que le dijeron que podría tener propiedades
abortivas o curativas: agua de canela, agua de chichipince, hierba del toro,
orégano… Su hermano Guille, el único de la casa que lo sabe, se convirtió en su
aliado. El leve sangrado nunca cesó; los dolores se incrementaron. Su madre
comenzó a interesarse y hasta la llevó a un doctor de confianza, al que Magaly
le contó todo a cambio de que no dijera nada a su madre. La refirieron al
Hospital de Maternidad, en San Salvador. Tenía la convicción absoluta de que
uno de sus violadores la había embarazado.
En esas vueltas estaba cuando aquella mañana de inicios de
julio me soltó por el messenger que la habían violado. Quizá solo quería
desahogarse, quizá solo quería ayuda. Le conté el caso a un amigo que a su vez
buscó a una conocida de un colectivo feminista de esos que diz que ayudan a
víctimas como Magaly, a pesar de ser El Salvador un país en el que el aborto
está estrictamente prohibido. Ese intento naufragó porque los requisitos eran
de imposible cumplimiento para un joven humilde, sola y asustada. La ayuda
ofrecida, además, nunca fue más allá de una asesoría telefónica.
“La vida es hermosa”, inició Magaly otro chat 18 días
después de haberme dicho que el Barrio 18 la había violado. “Me duele un poco
pero estoy bien, siento como si estoy pariendo no se que sea eso”, escribió.
“Solo tengo que comprar unos antivioticos para que no alla infección”,
escribió. “Unas amoxicilina 500 me dijeron que es bueno”, escribió. “Si, me desangraron
de ambos lados fui al hospital y me hicieron una radigrafia en la parte de
pelvis no podia detener la sangre mi mami cree que fue la ulcera que me queria
reventar”, escribió. “Estuve tres dias en el hospital”, escribió.
Además, las pruebas de VIH salieron negativas.
A Magaly le gusta mirarse en un espejo que hay en el baño de
la casa y hablar en voz alta con su reflejo. Quizá esa noche en la que sus tres
problemas se solucionaron se miró fijamente a los ojos, se quiso engañar a sí
misma y se dijo: gracias a dios, todo ha pasado.
* * *
—Tu hermana Vanessa tiene ya 10 años y podría sucederle lo
mismo. ¿No crees que deberías contárselo?
—El problema es que ella es bien bocona, y se lo diría a mi
mamá. Lo que hago es aconsejarle.
—¿Y a tu madre? Magaly, han pasado ocho meses y había
amenazas de los pandilleros; creo que entendería que en su día no le dijeras
nada. ¿Por qué no te sientas con ella un día y le cuentas?
—No, mejor no. Es que mi mamá no es de razones…
—¿Pero cuál es el temor?
—No sé. Diría que algo habría hecho, o que me pasó por andar
con gente que no debo… A saber.
—¿Y a tu padrastro?
—¡Peor! Es que… a ver… Mi casa no es así como usted piensa.
Si algún día yo salgo embarazada, me echan. Ya me lo han dicho.
* * *
En los últimos meses he quedado tantas veces con Magaly que
me he propuesto que el de hoy sea el último encuentro. Sé más de ella que de mi
propia hermana.
Es sábado en la tarde, y la cita es en una pastelería del
centro comercial Metrocentro. Magaly, que ya ha cumplido los 19 años, se
presenta con unos jeans ajustados coronados por un grueso cincho, una blusa
blanca de botones y unos zapatos de medio tacón. Luce bonita, demasiado quizá
para la ocasión, como si viniera de una discoteca. Solo los cuadernos que carga
bajo el brazo respaldan su discurso de que viene del instituto en el que cursa
primer año de bachillerato en la modalidad a distancia. En su colonia no podía
estudiar, pero se inscribió en un centro de San Salvador y asiste los sábados.
“Si dios me lo permite, quiero llegar a la universidad”, me dijo otro día.
Mi idea es hablar lo mínimo sobre la violación, pero ella
saca el tema: dos pandilleros violaron hace pocos días a Patty, una conocida de
la colonia de la que ya me había hablado. Como todas y cada una las desgracias
que le ocurren, esta también la cuenta sin la más mínima expresión de extrañeza
en su rostro. En vidas como la suya cosas así no son algo estridente.
Su vida ha cambiado desde la violación. Cuando está en la
colonia, no sale de casa, y el contacto con sus violadores es casi nulo. Hace
un par de semanas vio por televisión a dos de ellos, cuando fueron presentados
tras ser detenidos en un operativo de la Policía Nacional Civil. Supo también
de otro al que lo asesinaron en la colonia. Magaly lo llama justicia divina, y
está convencida de que, más temprano que tarde, le llegará a todos los que
participaron en el trencito.
En su casa nadie sabe nada de la violación; solo Guille, que
ya tiene 13 años. La férrea disciplina que impone la madre ha servido al menos
para alejarlo del Barrio 18. Magaly me dice que hace unas semanas logró que su
hermano le jurara que nunca diría nada a su mamá. Lo hizo después de que una
noche en la que habían discutido, Guille jugara con fuego. “Mami, ¿recuerda aquella
vez que la Magaly dijo que estaba enferma y que no la molestáramos?”. Magaly se
le quedó mirando. Guille se rio e improvisó una respuesta falsa.
Siento que Magaly sigue siendo en muchos aspectos una niña,
una niña a la que violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas
y tuvo que callar. Nadie lo diría si la viera aquí y ahora, sonriente como casi
siempre. Hay mucha confianza ya y le comento que esta tarde se ve especialmente
bonita. Se ruboriza.
—Es que… ¿le puedo contar algo? –me dice.
—A ver.
—No sé… Es que… me da pena contárselo…
—Me ha contado toda su vida, Magaly.
—Pues es que estos jeans me costaron solo dos dólares. Es
que… es ropa usada. En Navidad vamos con mi mamá y la compramos en un local que
se llama Santa Lucía; queda por ahí, por Simán centro.
(Los nombres de la mayoría de las personas que aparecen en
este relato se han modificado para proteger su vida; también algunos lugares y
otros detalles que podrían resultar comprometedores)
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