Roberto Valencia
Publicado el 24 de Julio de 2011
Centroamérica es la región más violenta del mundo no solo
porque asesinen a un trovador o porque los muertos en los motines carcelarios
se cuenten por docenas. Es violenta en su cotidianidad. La historia de Magaly,
una joven salvadoreña sacada de su escuela y violada por pandilleros del Barrio
18, nunca aparecerá en estadística alguna, pero quizá ayude a comprender mejor
lo que supone vivir en la región más violenta del mundo.
“Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá
siempre violencia
mientras no se cambie la raíz de donde están brotando
todas esas cosas tan horrorosas”. Monseñor Romero,
septiembre de 1977.
A Magaly Peña la violaron no menos de 15 pandilleros durante
más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de esta historia. La
conocí hace más de un año, cuando ella acababa de cumplir los 19. Vivía -aún
vive- en una ciudad del Área Metropolitana de San Salvador llamada Ilopango, en
una colonia periférica con fuerte presencia de maras; del Barrio 18, en
concreto, aunque con el paso del tiempo comprendí que son circunstanciales
cuestiones como qué pandilla lo hizo, si los violadores fueron 6, 12 o 24, o en
qué municipio sucedió; comprendí que lo que le pasó tiene ya muy poco de
extraordinario en un país como El Salvador; comprendí que hasta podría
considerarse una afortunada.
“De la escuela me fueron a sacar los pandilleros y me
violaron”, me soltó una mañana de julio de 2010, cuando chateábamos en el
messenger. “Pero mi familia no sabe nada por que amenazaron con acerles daño si
decia algo”, escribió. “Se supone que uno de ellos estaba cumpliendo años y me
querian de regalo”, escribió. “Se imagina mas de 18 hombres con una sola
mujer???????”, escribió. “Eso solo demuestra que son y seran unos perros
muertos de hambre para toda su maldita vida”, escribió.
Todavía no logro entender por qué me lo contó. No éramos
amigos, apenas conocidos. Quizá solo quería desahogarse. De hecho, transcurrido
ya más de un año de la violación, lo que le ocurrió aún no lo saben ni su madre
ni su padrastro ni sus hermanos mayores. Tampoco la Policía Nacional Civil ni
la Fiscalía General de la República ni la Procuraduría para la Defensa de los
Derechos Humanos ni el Ministerio de Salud. Cuando me lo dijo habían pasado
tres semanas, y las secuelas estaban en plena ebullición. Quizá por eso me
sorprendió la frialdad con la que se expresó en aquel chat: “Ya cerre eso como
un capitulo de mi vida que se fue y paso”.
Nos vimos en repetidas ocasiones en los meses siguientes, y
cada vez la hallé más atrincherada en esa idea de que es mejor no remover lo
pasado. “Mire –me dijo en una ocasión que quedamos para almorzar–, no sé cómo
decirle… Tal vez usted me comprende, porque a mí nadie me entiende. Digamos que
le pasa algo que a usted no le gusta, pero hay personas que se encierran en
eso, personas que… púchica, que me pasó esto y solo quejándose pasan. Vaya, yo
no. A mí me pasó esto y va, amanece, amanece y ahora ya no es ayer. No me
entiende, ¿va?”
Cuesta siquiera intentar entenderla.
A Magaly la violaron no menos de 15 pandilleros durante más
de tres horas y tuvo que callar, pero en vidas como la suya no es algo tan
estridente. En otra ocasión, fuimos ella, un hermano menor y yo al zoológico, a
echar la mañana sin mayores pretensiones. Me dijo que, dos meses atrás, una tía
del padrastro había ido como penitente al cerro Las Pavas para agradecer a la
virgen de Fátima por sacarla de la cárcel, después de haber pasado unos días
encerrada por consentir las continuas violaciones de su marido hacia su nieta, una
niña de 14 años con discapacidad intelectual. Magaly me lo contó como quien
recita la lista de las compras, sin la más mínima expresión de extrañeza en su
rostro; tampoco en el de su hermano, a quien a cada rato le pedía que
corroborara su relato. ¿Va, Guille?, le decía, ¿va, Guille?
—¿Hay en el mundo algún lugar que te gustaría visitar?
–pregunté a Magaly en otro de nuestros encuentros.
—Donde sí quisiera ir, aunque ya no se puede porque lo
cerraron, es al Teleférico del cerro San Jacinto. Fui una tan sola vez de
pequeña, con mi abuela y mi tía; yo tenía como siete años. ¿Y sabe qué nos
pasó? Que se fue la luz y quedamos en la góndola a mitad de camino.
El mundo de Magaly termina poco más allá de la colonia en la
que vive, pero sonreía mientras me lo contaba. "Fíjese que yo desde que
tengo como seis años sueño que me estoy quemando en mi casa", me dijo
inmediatamente después de recordar su viaje en el teleférico. Siempre sonreía.
* * *
—Magaly, ¿por qué crees que ocurrió?
—Lo de violar bichas es un regalo que los muchachos le hacen
a uno de ellos, pero, como se supone que es una fiesta, todos tienen que
disfrutarlo.
—¿Pero por qué a vos?
—Mi pecado supuestamente era que yo, como 15 días antes,
cuando estaban violando a otra…
—Pera, pera, repíteme eso…
—Sí, como dos semanas antes habían violado a otra bicha en
la colonia. La cuestión es que… yo no sé cómo supieron, pero la Policía hizo un
operativo y, aunque nunca dieron con la casa, creyeron que yo les había
avisado. Eso porque dos días antes, en la escuela, iba pasando cuando escuché,
¿va? Porque usted sabe que a veces uno sin querer escucha cosas, y yo iba
saliendo…
—En la escuela…
—Ajá, estaban hablando en una esquinita, y no recuerdo qué
estaba haciendo yo, barriendo creo, y lo que oí fue de que iban a hacer eso a
una bicha, que se lo merecía…
—¿A alguna de tu grado?
—No sé si de mi grado, pero de la escuela. Yo iba pasando…
Ni atención… Lo escuché porque estaba ahí. Y pasó que el día que la violaron la
andaba buscando la Policía…
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