Tercera Parte
Entró el primero de sus violadores. Nunca supo si era el
palabrero o el cumpleañero. Se quitó la calzoneta, le ordenó tumbarse boca
arriba y abrirse de piernas, y comenzó a violarla, a pelo, y Magaly lloró, con
la cabeza volteada hasta casi desencajarla del cuello para intentar evitar los
besos y las lengüetadas, y quizá pensó en la hora eterna y maldita que tenía
por delante, una hora de dolor rabia sangre impotencia saliva asco tortura
vergas resignación, resignación infinita ante lo que se asume como inevitable,
cuando se ha conocido tanta mierda que una violación tumultuaria forma parte
del guion, algo que puede pasar, que de hecho estuvo a punto de pasarle cuando
tenía 10 años, la edad de Vanessa, cuando vivían en un mesón en Mejicanos, y un
hombre aprovechaba las ausencias de su madre para tocarla y obligarla a tocarle
a él, hasta que un día le mordió la mano, se defendió, aunque hacer algo así en
la violación no era siquiera opción, moriría ahí mismo, la destazarían, porque
el Barrio 18 viola destaza asesina descuartiza mata, y por eso no gritó, aunque
sabía que estaba en una casa en un pasaje en una colonia populosa, a primera
hora de la tarde, mientras los vecinos veían telenovelas o National Geographic,
y Magaly llorando, y solo cuando se le disparaban los decibeles de su llanto,
el violador le decía que callara, puta, que callara… hasta que él se fue y se
fue, pero al poco vino uno; no, dos, y la violaron a la vez, sin importarles la
sangre, y le decían: ponete así, hacele así… y entró un tercero con un
teléfono, lo puso cerca de la boca de Magaly, y le dijo: ahora chillá, gemí,
perra, que te oiga, y quizá en una cárcel salvadoreña alguien tirado sobre un
catre se masturbaba con ese dolor, ese dolor interminable, porque al terminar
uno, empezaba otro, y luego el otro, y luego el otro…
—Mirá –se encaró con el que creyó que era el sexto–, el que
habló por teléfono dijo que solo iban a ser cinco y una hora.
—Pero él no está aquí ahorita –le respondió–, así que no
estés pidiendo gustos. Abrite, pues.
Más llanto, más semen juvenil, y el dolor cada vez más
agudo, y uno y otro y otro más, y dos al mismo tiempo, y tres, y vuelta, y
vuelta, y hasta un grupito que se sentó en el suelo de la habitación, mirando,
riendo, grabando y tomando fotos con el celular, jugando, violadores mareros
pandilleros de 12 años –doce–, de 14, de 18… hasta que apareció uno al que le
dio asco el sudor ajeno, la sangre, y pidió a Magaly que se fuera a bañar
rápido, que bebiera un poco de agua, que dejara de llorar, uno que le preguntó
si le estaba gustando la fiesta, y luego a empezar de nuevo, y a llorar de
nuevo, el undécimo, o el octavo, o el decimocuarto... ¿cómo saberlo? Más de uno
repitió, porque tiempo hubo para humillar un cuerpo hasta la saciedad,
sodomizarlo vejarlo ultrajarlo malograrlo envejecerlo, marcarlo de por vida, y
el hilito de sangre que no cesaba, y las lágrimas y los ojos rojos siempre
acuosos hinchados resignados… hasta que al fin terminó, cuando todos, donde
todos incluye a pandilleros y a aspirantes, se cansaron de penetrarla, de darle
nalgadas, de montarla, y su dios, el dios al que le reza cada noche con sus
hermanos, a saber dónde putas estaba ese día.
—Puya, mirá esta maldita cómo está sangrando –le dijo un
pandillero a otro, riendo, mientras Magaly intentaba recomponerse–. Dan ganas
de picarla, vos.
—Callate, vos, que nos vamos a echar un huevo encima.
Además, ¿que no mirás que estaba virga la bicha?
Como pudo, Magaly se vistió y salió de la habitación. Eran
las 4:30 de la tarde. La despedida fue una frase: si abrís la boca, iremos a
tirar una granada en tu casa. Cojeaba y los ojos siempre acuosos hinchados
resignados. Así la vio su hermana cuando salió del pasaje. Pero Vanessa es niña
todavía, 10 años, se ve niña. Le reclamó de forma airada la interminable
espera, y Magaly prefirió no decirle nada. Ahorita no me hablés que me duele
mucho la cabeza, respondió. También le dijo que se había torcido un tobillo.
Caminaron hasta la casa. Guille abrió la puerta. También él preguntó, más
consciente a sus 12 años de lo que podía haber pasado, pero respetó las ganas
de silencio de Magaly. Fue al baño. Se duchó largo, se restregó bien por el
asco. Tomó un par de diazepam y se encerró en su cuarto, que no era suyo sino
de los tres hermanos.
—Díganle a mi mamá que estoy enferma, que no vaya a molestar
–fue lo último que dijo el día de la violación.
Le costó, pero al rato cayó profundamente dormida.
* * *
La sicología forense es la herramienta que permite traducir
una evaluación sicológica al lenguaje legal que se maneja en los juzgados. El
trabajo de un sicólogo forense consiste pues en tratar tanto con víctimas como
con victimarios; los escucha, los analiza, los evalúa y los interpreta.
Marcelino Díaz es sicólogo forense en El Salvador. Trabaja desde 1993 en el Instituto
de Medicina Legal, institución adscrita a la Corte Suprema de Justicia. Por su
despacho de dos por dos metros han pasado violadas y violadores, incontables
ya. La segunda vez que me recibió, cuando le saqué el tema, alzó desde detrás
de la mesa una gran bolsa blanca llena de peluches. Me explicó que se los pide
a sus alumnos de la universidad, para romper el hielo cuando evalúa a niñas
violadas, algo que ocurre con demasiada frecuencia.
—Una de las cosas que he logrado entender de las pandillas
–me dijo Marcelino, también un convencido de que las maras son responsables
directas de buena parte de la violencia que embadurna el país– es que ellos se
creen diferentes; a los demás nos dicen civiles. Se consideran con el derecho a
hacer lo que les da la gana y por la impunidad que hay, hoy pueden tomar a la
mujer que se les antoja.
La historia de Magaly era ya un drama infinito, pero en
singular; no fue hasta que hablé con Marcelino cuando comprendí que es algo
generalizado, que no es exclusivo del Barrio 18 o de la Mara Salvatrucha;
comprendí que las violaciones tumultuarias no son algo extraordinario en El
Salvador; comprendí que Magaly hasta podría considerarse una afortunada.
—Con los años –me dijo–, las violaciones de los pandilleros
han ido cambiando, especialmente en conductas sádicas. Lo último de lo que he
tenido conocimiento es que toman a una joven, la desnudan, alguno se pone entre
las piernas para violarla, otros la levantan, le agarran las piernas y, cuando
la están violando, uno más le clava un puñal en la espalda, para que ella se
mueva. Es una conducta totalmente sádica, bestial… no tiene nombre.
Las pláticas con Marcelino resultaron una sucesión de
titulares, cada cual más cruel y desesperanzador: “Los pandilleros tienen un
odio tremendo a la mujer, por la destrucción de cuerpos que hacen”; “las
denuncias son solo la punta del iceberg de todas las violaciones que hay”; “hay
niños de 12-13 años que ya son violadores”; “las están prefiriendo de 14 o 15
años, son las que más aparecen muertas”; “el sistema educativo es una fracaso,
pero parece que nadie lo quiere señalar”; “no le veo solución al problema de
las pandillas”.
Le esbocé lo vivido por Magaly y mencioné su aparente
fortaleza emocional. Marcelino respondió que cuando se crece en un ambiente de
amenaza constante, como lo es una colonia dominada por pandilleros, una
violación no genera tanto trauma porque se asume que la alternativa es la
muerte. Es cuestión de sobrevivencia, me dijo.
—¿Y cómo calificaría la actitud de la sociedad salvadoreña
ante lo que ocurre en el país? –pregunté.
—La violencia está casi invisibilizada: ¿cuántos medios de
comunicación cuentan aquí la verdad? Casi ninguno, porque responden a grupos
normativos que prefieren vender El Salvador como el país de la sonrisa. Y no
solo invisibilizada; también está naturalizada. No es natural que se
descuartice a niños o a niñas, que maten a la abuelita, pero aquí todo eso se
ha naturalizado. Yo creo que los salvadoreños tenemos adicción a la muerte.
Adicción a la muerte, dijo.
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